por Alexis Márquez Rodríguez
Martes, 1 de julio de 2003
Por regla general, la gente piensa que el idioma es un sistema perfecto, basado en una lógica elemental, que pauta que las cosas se digan de una manera determinada, y no de otra. Muchas personas, posiblemente la mayoría, se muestran muy conservadoras en materia de lenguaje, aunque no lo sean en otros campos de la cultura y de la vida, en los cuales hasta pueden ser sinceramente revolucionarios. Ese sentido conservador los lleva a creer que el idioma es rígido, en cierto modo petrificado, no sujeto a cambios ni alteraciones. De ahí que les choque el uso de palabras nuevas, o de nuevos giros idiomáticos, distintos, y hasta supuestamente extraños o contrarios a aquellos a los que están acostumbrados. A esta legión pertenecen también los llamados puristas, que parten de la supuesta existencia de un modelo clásico de la lengua, que todos deben respetar y acatar sin salirse ni un milímetro de ese esquema modélico, para de ese modo conservar el idioma propio en su pureza original.
La vida nos enseña que no es así. El idioma tiene, en efecto, una base lógica, la misma que rige el pensamiento racional, y cuyo esquema fundamental es la conocida estructura sujeto/predicado propia de la frase u oración, como lo es también de las construcciones elementales del razonamiento. Pero, sin que se niegue o contradiga ese principio esencial del lenguaje, en el uso cotidiano de este se dan muchos casos en que aquella lógica se rompe, los esquemas básicos se alteran, y, sin embargo, en nada se afecta la doble función esencial del lenguaje, como es expresar, o sea, exteriorizar sentimientos e ideas, y comunicarse unas personas con otras.
Tampoco es cierto que exista ese modelo ideal de la lengua, cuya pureza debe preservarse a todo trance. Esto es particularmente notorio en un idioma como el Castellano, que por ser la lengua materna de una gran diversidad de pueblos y naciones, desparramados en más de un continente, es inevitable que se use de muy diversas maneras, pero siendo el mismo en todos los casos. El Castellano es el idioma propio de más de treinta pueblos o naciones, entre los que forman la parte hispánica del continente americano y las diversas comunidades nacionales y regionales que integran el Estado español, amén de algunas comunidades o agrupaciones situadas en otros lugares del mundo, la más numerosa residente en Estados Unidos, donde millones de habitantes tienen el Castellano como su lengua materna. Y si es así, ¿cuál es el modelo que debe seguir tanta gente al hablar o escribir en su idioma? Podría responderse que ese modelo es el Castellano que se habla en España. Pero entonces cabría preguntar de nuevo en cuál región de España: ¿en Madrid, donde dicen Madrís, voy a por vino o luogo en vez de luego? ¿O en Andalucía, donde pronuncian sordao, barcón y mardita sea tu arma, aunque saben, y así lo hacen, que se escribe con “l”? ¿O en Aragón, donde se dice, por ejemplo, marito en lugar de marido, y se construye pa yo, en lugar de para mi, y a tu en vez de a ti? Tampoco puede tenerse como modelo ninguna de las formas del habla castellana de América, pues habría que escoger cuál sería entre modalidades muy diversas, con importantes diferencias entre ellas, tanto fonéticas como lexicales, pues el Castellano tiene en cada uno de nuestros países rasgos característicos distintos de los que corresponden a los demás. No hay, pues, un modelo común que deba seguirse, y cuya pureza deba preservarse, que determine cuándo y dónde se habla bien o se habla mal el Castellano.
La ruptura de la lógica gramatical en la lengua común es más frecuente de lo que se cree. Don Andrés Bello, que en esto era muy sabio, en el Prólogo a su Gramática dice lo siguiente: “En el lenguaje lo convencional y arbitrario abraza mucho más de lo que comúnmente se piensa”.
En la estructura misma del Castellano, que en su mayor parte, por no decir que en su totalidad, nos viene como preciosa herencia del Latín, están ya presentes numerosos rasgos, igualmente heredados en su mayoría, en que no se cumplen las normas elementales de la lógica formal, lo cual, por cierto, genera problemas lingüísticos de suma importancia. Un ejemplo de esto lo hallamos en las llamadas irregularidades, sobre todo las del verbo. Desde su infancia, el hispanohablante tropieza con rarezas y dificultades, como que el participio pasivo del verbo decir sea dicho, y no decido, lo cual se complica aún más cuando se sabe que los verbos bendecir y maldecir, que son compuestos de decir, cuyo modelo siguen en la conjugación, tienen cada uno dos formas de participio, una regular y otra irregular: bendito y bendecido, maldito y maldecido. Y es necesario saber cuándo se emplea una forma y cuándo la otra. Pero, además, esto induce a preguntarnos por qué no se dice bendicho y maldicho en vez de bendito y maldito, que se supone sería lo lógico. Para que no se queden con la duda, diré que por regla general bendecido y maldecido se emplean en la formación de los tiempos compuestos: “lo ha bendecido la fortuna”, “lo ha maldecido una bruja”, y bendito y maldito cuando se usan como adjetivos: “agua bendita”, “libro maldito”.
Lo mismo hallamos en el verbo romper, cuyo participio debería ser rompido, pero es roto. Sin embargo, corromper, que es compuesto de romper, tiene dos participios, uno regular, corrompido, y otro irregular, corrupto, este último formado con ruptus, que es la raíz latina del castellano roto.
Algo parecido ocurre con el verbo imprimir, que tiene también dos participios pasivos: imprimido, que es regular, e impreso, que es irregular, y ambos se usan en diferentes casos, lo cual hay que tener en cuenta cuando se vayan a emplear.
En otro orden de ideas, siempre me ha llamado la atención que, en nuestro idioma, todos los nombres de vehículos o medios de transporte, de género masculino, den derivados de género femenino: carro / carreta; avión / avioneta; bus / buseta; patín / patineta; camión / camioneta; vagón / vagoneta; furgón / furgoneta; biciclo / bicicleta… Y aunque no es propiamente un medio de transporte, podría asimilarse al caso la derivación chanclo, chancleta. La lógica pareciera indicarnos que si el nombre de un vehículo o medio de transporte es masculino, masculinos deberían ser también los derivados del mismo.
Interesante es también el caso de un vocablo que tenga dos definiciones, contrarias entre sí. Tal ocurre con el vocablo huésped, que figura en el DRAE, en su primera acepción como la “Persona alojada en casa ajena”, y en la cuarta acepción como “Persona que aloja en su casa a otra”. Con lo que se da la curiosa paradoja de que dos individuos, el dueño de una casa y el extraño que se aloja en ella, sean recíprocamente huésped el uno del otro.
Una vez un lector de mi columna Con la lengua me preguntaba por qué a los profesionales de la Farmacia se les llama farmacéuticos, si a los profesionales del periodismo no se les llama periodísticos. Otro quería saber por qué el sustantivo hombre, empleado genéricamente designa hombre y mujer, mientras que el sustantivo mujer no se comporta en ningún caso de la misma manera. Y no creo que este último fenómeno pueda tener como explicación el simplismo de decir que la gramática es machista.
Es bien sabido que en Castellano se usa mucho el diminutivo, que posee una gran expresividad. Se supone que el diminutivo es un vocablo que disminuye el significado de otro del cual deriva: cosita es menos que cosa; perrito es menos que perro; ojitos es menos que ojos. Lo curioso es que, en algunos casos, el diminutivo no disminuye el significado de la palabra primitiva, sino que mas bien lo aumenta. En efecto, si decimos “Está clarito”, damos a entender que está más claro, y no menos claro. Y apuradito es más que apurado, y tempranito más que temprano. Hasta puede darse una gradación en cuanto a la dimensión de lo que se expresa, de modo que a más diminutivo, mayor grado de significación. Obsérvese, por ejemplo, la diferencia entre los adverbios cerca, cerquita y cerquitica. O entre ahora, ahorita y ahoritica. O entre chico, chiquito, chiquitico y chirriquitico.
Esta no es sino una ínfima muestra de algo que es muy común en nuestro idioma. Ahora bien, no se crea que todo eso es meramente caprichoso o arbitrario. Son curiosidades lingüísticas, por llamarlas de algún modo, pero todas tienen una explicación, en muchos casos demasiado técnica y compleja para quienes son ajenos a las ciencias del lenguaje. Y en todo caso, tales fenómenos deben atribuirse al extraordinario dinamismo y vivacidad del Castellano, uno de los idiomas modernos más flexibles, versátiles y vigorosos que existen hoy día. Lo cual lo hace también uno de los más difíciles de aprender, tanto para las personas de lengua materna extranjera, como para los propios hispanohablantes.
(http://www.analitica.com/va/sociedad/documentos/2783185.asp)
miércoles, 7 de mayo de 2008
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